18 junio 2006

Londres 6: El Museo Británico (I)

No me queda más remedio que marcar esta entrada con un (I), porque no me ha dado tiempo a verlo entero en un solo día. Qué digo, apenas he podido ver una mínima parte. El Museo Británico es, ante todo, vasto. Hasta pasado un buen rato dentro no fui capaz de hacerme una idea precisa de su arquitectura y distribución, así que esta primera jornada la he llevado de una forma un poco errática. Pero no demasiado.

Siguiendo un razonable orden cronológico he empezado la visita por la sección de la Prehistoria. Y, aunque tienen piezas que harían llorar a la mayoría de los museos del mundo, la he pasado un poco rápido porque tenía demasiadas ganas de ver la siguiente sección. Preciosas las armas de sílex, a quien llame primitivos a los que hicieron esas hermosuras es para darle de bofetadas.

Efectivamente, la sección que tantas ganas tenía de ver era la de Egipto. Evidentemente, la pieza que tantas ganas tenía de ver era la Piedra de Rosetta. Supongo que será por años de autosugestión, pero la Piedra me lleva a un fervor casi religioso, ante ella estaba en una especie de trance místico que sólo se rompió cuando un chaval oriental se me puso delante y se pegó al cristal como una lapa. El resto de la sección me pareció mucho más pobre e incompleta... pero claro, luego descubrí que las historias funerarias las tenían en otro lado que tendré que dejar para El Museo Británico (II).

Acabé el día repasándome todo el Oriente Medio antiguo de arriba a abajo, y me fascinó la colección de un imperio al que hasta ahora siempre había tenido como muy secundario, el asirio. Me gustaron especialmente los relieves del palacio de Nimrod, tanto por su excelente estado de conservación como por las increíbles historias que contaban. Los escultores asirios tenían, además de una enorme destreza, un gran sentido del humor, no pude evitar un par de carcajadas al descubrir algunos detalles coñones que hacen de fondo a las gestas heroicas del rey (tampoco molesté a nadie, como no son famosos no había ni Cristo en esa sala). Por cierto, los asirios fueron los inventores del tanque, en los relieves pueden verse hasta dos máquinas de asedio tanquiformes que se empleaban para derribar murallas.

Otra de las salas asirias que me llegaron al alma fue la de la Biblioteca de Nínive, una colección de tablillas de arcilla con escritura cuneiforme maravillosas tanto por el continente como por el contenido. Allí había de todo: tratados de astronomía y medicina, tablillas sobre historia y mitología (mezclando ambas, como es habitual en las culturas antiguas), libros de conjuros (por eso los magos asirios tenían una fuerza mínima de 13), desideratas a la biblioteca, una carta del pelota trepa de turno al rey, y lo que más aprecié por mi frikismo profesional, el que probablemente sea el diccionario más antiguo del mundo, una tablilla con palabras en acadio y sus traducciones al asirio. Algunas estaban en un perfecto estado de conservación, pero otras estaban machacadas en diversos grados, porque como todos los que han jugado al Civilization saben, Nínive era conquistada y destruida con cierta frecuencia.

Entre pitos y flautas (bueno, entre arpas de plata y cuernos de bronce) se me pasó el día, me fui cuando me echaron del Museo y con infinitas ganas de volver. Desayuné y cené (no comí, y cuando lo hago es algo muy ligero, me estoy acostumbrando a los ritmos de este país) en un pub llamado The White Swan, también próximo a la estación de Highbury & Islington. Del White Swan diré que su gran virtud es ser barato, es el sitio al que hay que ir cuando lo único que interesa es llenar la barriga.